jueves, septiembre 06, 2007

El Fenómeno de las Animitas:

Cuestión de Fé

Pequeñas casas al borde del camino, sin más habitantes que velas, flores y otras ofrendas, son fruto del folclor popular. La animita del Parque O’Higgins cada día congrega a más y más devotos. La creencia de la gente en la piedad extraterrenal por sobre los méritos propios, la mantiene.
Son las tres de la tarde de uno de los primeros días de calor de la temporada. El cielo entre las nubes está cegado de un sol casi inexistente, mientras el viento arremete furioso contra los árboles añosos del parque O’Higgins, en la capital.

La explanada, donde cada 19 de septiembre desfilan, gallardas, las Fuerzas Armadas, hoy parece haber sido víctima de algún carnaval o feria de animales. Unos fardos de pasto están siendo recogidos por hombres que corren como diminutas hormigas en la inmensidad del lugar. Cargan rejas protectoras y trozos de muro, mientras otros se suben raudamente a la parte de atrás de camionetas, junto con parte de su pesado botín de desechos recogidos. Ellos gritan y piropean a unas estudiantes que con cortos jumpers tomaron este camino como atajo a sus destinos, y ahora apuran su caminar para deshacerse de los improvisados Romeos.

Al llegar al final de este espacioso corredor, el viento parece dispuesto a respetar el espacio protegido por la vegetación. Dos jóvenes aprovechan las instalaciones de básquetbol y, aunque no logran encestar la mayoría de las veces y se dedican más a perseguir y recoger el escurridizo balón por rincones lejanos, continúan vigorosos con su ajetreado ritual.

Más adelante, frente al actual patinódromo del parque, estaba ella. Frágil y llamativa. Una estructura de color blanco resalta tras un olmo de ancho tronco. Ella, la Marinita, nombre de una niña de apenas 3 años de edad, quien murió víctima de la crueldad de su padrastro. En el mismo sitio donde el año 1945 dejó de existir la pequeña, la fe popular lo convirtió en un lugar de oración y peticiones agradecidas en placas, velas, juguetes y ropas de bebé escritas a mano.

Conocida como la “Animita de Marina Silva Espinoza”', “Animita de la Marinita”, “Animita del Parque” y “Santa Marinita”, posee un arco de 2 metros de alto aproximadamente, con pilares delgados y metálicos, y en la fachada pende un cartel donde, con letras rojas, dice: “Marina Silva Espinoza. Degollada por su padrastro: Hecho ocurrido el 28/ V/ 1945” y junto a él, la figura de la ratoncita Minnie sonriendo con la frase escrita de Mi Pieza.

Anchas y altas jardineras con cerámicas blancas albergan a verdes ramas plagada de tímidas florecillas blancas que tiritan con el viento. Un pequeño remolino azul, instalado en una vasija con unos adornos, gira a gran velocidad cortando el aire.

Sin flores reales, como es común ver en las tumbas, el obsequio de La Marinita son las decenas de muñecas de ojos grandes, unas de cabellos enmarañados, otras con ropas escritas encima, todas ellas abrazadas de las ramas del gran árbol. Incluso una deja caer sus largas piernas desde la altura, y desde el centro de una cruz situada bajo la estructura metálica, la foto de Marinita con un vestido blanco, peinada con dos moños se mantiene para quienes desean saber cómo era ella.
Muerte de un inocente
El impactante hecho sucedió el 24 de mayo, cuando por la mañana fue encontrado entre los matorrales del entonces Parque Cousiño, el cuerpo de una niña degollada al pie de un árbol. La imagen aterradora contrastó con la tranquilidad de la madre, doña Regina Espinoza Pavez, y el padrastro, Pedro Castro San Martín, quien había hecho la denuncia por desaparición en la comisaría local. Sólo por sospecha, fueron interrogados, y finalmente él declaró con detalles su horrendo crimen.

Un supuesto paseo a jugar al parque sirvió de pretexto para que Pedro Castro sacara de casa a su hijastra. Hacía tiempo que venía planificando acabar con su vida. Creía que con su muerte, Marina se llevaría por fin las desavenencias entre él y su esposa. Ya después de las 6 de la tarde se internó ente unos matorrales arrastrando a la asustada pequeña, llevando a cabo su macabro fin.

Castro fue recluido en la cárcel, lugar donde por el código interno de los reos, y acorde a al tipo de crimen cometido, a muy poco de ingresado, fue muerto violentamente por sus compañeros de celda.

Marinita, ajena al destino de su homicida, permanece en el lugar según la creencia popular e incluso dicen que sale a jugar de noche, tal como aquella tarde de mayo donde sus sueños fueron truncados por la muerte. Es por esto que, frente al recinto destinado a la ermita, se da lugar a los columpios y resbalines llenos de colores invitan a compartir un momento con el alma de la niña.

Velador de un ángel
De desordenado cabello y grueso bigote blanco, Don Oscar regresa de su hora de almuerzo con una caja con velas en sus manos, dispuesto a seguir cuidando a Marinita, así como lo ha hecho desde hace 35 años.

Con el tiempo se ha convertido en el principal testigo de quienes a diario visitan a esta milagrosa niña, para que les conceda sus peticiones o en busca de un minuto de oración. “Acá he conocido generaciones completas de familias. Muchos han compartido sus historias conmigo y me ha tocado ver varias cosas, pero esas son personales de cada cual y prefiero reservármelas”, manifiesta con una constante sonrisa en su rostro.

Don Oscar se encarga a diario de cuidar y mantener limpia a Marinita. También pega las placas que llegan en agradecimiento por favores concedidos, cada una de las cuales encierra una historia que queda como secreto entre el fiel y la niña. “Mi experiencia de trabajar acá ha sido bonita. No gano mucho, pero tampoco paso hambre. La gente me saluda como si me conociera toda la vida. En invierno paso un frío atroz y en el verano estoy en la gloria”.

A pesar de ser católico, desde que llegó al lugar, aburrido de las clásicas misas, reemplazó la iglesia por la oración de todos los lunes a los pies de la animita, en la cual cree profundamente. “Tengo 73 años y estoy impecable, no he tenido ninguna enfermedad grave más que los resfríos, por ello puedo darle gracias”.

Donde la Marinita llega gente de todos los sectores sociales. Los domingos es cuando más gente visita a la niña, en su mayoría hombres, entre ellos el jinete Pedro Santos. “La fe al igual que el amor, no tiene fronteras. Creer en ella es como creer en un ángel que solo vivió 3 años”, reflexiona.

Recuerda con nostalgia el día en que los diarios publicaron el asesinato de la niña. “Tenía 15 años y mis padres, al igual que todo el mundo, no dejaban de comentar aquel macabro crimen”.

Las donaciones de los fieles de la animita han permitido mantenerla viva durante 58 años. “Hay que comprar pinturas, escobas y velas. Nunca nos falta, ya que las personas son muy generosas con la niña”, cuenta satisfecho Don Oscar, quien deja entrever lo espiritualmente ligado que se encuentra a Marinita.

Mientras prende una a una las velas, que el viento ha apagado, relata que para él la primera animita del pueblo cristiano fue Dios, el cual mientras estuvo tres días y tres noches muerto, y mientras recibió las oraciones de mucha gente. “Pienso que esta niña, al igual que otras animas, necesita del apoyo del más allá. De algo que no se ve pero se presiente. Cuando uno está acá, eres tú, Marinita y Dios”.

Son muchas las historias que Don Oscar ha vivido desde que acompaña a su ángel. Hace meses atrás presenció un hecho que hasta el día de hoy recuerda con pavor. Eran casi las once de la noche y se preparaba para ir a su casa, cuando oyó unos pasos fuertes alrededor de la animita. No veía nada, pero presentía que había alguien en la entrada del recinto. “Tenía tanto miedo que le dije a Marinita que yo era su cuidador y ahora ella debía velar por él. Inmediatamente los pasos se alejaron y no entraron”.

Llega una pareja con dos niños y don Oscar las saluda con cariño. Para él la religiosidad de la gente y su espiritualidad es lo que más se respira en el lugar y lo que afuera no se encuentra. “Yo, y los que vienen hasta aquí sentimos amor por una niña que no conocimos pero ubicamos por su foto”.

La gente mala
Ya son casi las cinco de la tarde y mientras una helada brisa golpea con más fuerza los árboles, don Oscar se apresura a limpiar con su escoba las hojas que ya han llenado el piso. Curiosamente ellas no caen sobre la gruta y se deslizan a sus pies, como si en silencio rindieran un homenaje al angelito del lugar.

Una señora baja de un Mercedes Benz color gris. Disimulando sus años con la vitalidad con la que se mueve y su gran melena rubia, la mujer saluda al cuidador. Tras ella camina un hombre obeso cargado de velas y se disponen a orar a la Marinita.
Permanecen un tiempo dejando su cargamento de velitas, al tiempo que no dejan de conversar con la mirada fija en la foto de la niña en la cruz. Finalmente la mujer registra el bolsillo de su buzo deportivo y saca algunos billetes que deposita en una caja bajo la cruz, destinada para el caso.

Don Oscar cuenta que ella va desde hace treinta años, todos los días lunes sin falta. El hombre que la acompaña es su hijo y él los conoce “desde que eran pobres” cuenta con su infaltable sonrisa de siempre.

El cuidador mira su reloj y advierte la hora que es. “La gente mala empieza a salir a esta hora”, dice. A pesar del tiempo y los arreglos y mayor seguridad que ofrece, sigue existiendo el peligro para quienes se aventuren dentro del parque cuando empieza a oscurecer.

“El crimen de la Marinita, no fue un hecho aislado ni antes, ni ahora”, comenta don Oscar, por lo que es responsabilidad de cada uno permanecer después de las seis de la tarde en el lugar.

Comienza a quitar las flores marchitas mientras repite “Aquí es donde está la niña Marinita. Aquí está presente su alma y mi único trabajo es cuidarla. A eso me dedico”.
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Extracto de reportaje realizado con la colaboración de Valeria Fernández


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Esta obra es publicada bajo una licencia Creative Commons.

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